Mónica Puyhol

jueves, 7 de febrero de 2013

De camino a la costumbre







Tengo 69 años. Se supone que, hasta hoy, he visto alrededor de dos millones de anuncios televisivos. Dicen que en los años sesenta yo podía recordar treinta y cuatro por ciento de los avisos que veía y que hoy sólo recuerdo el dos punto dos por ciento de los que miro. Esto significa que las imágenes cada vez causan un menor impacto en mí.
Pendejos.
El miércoles fui al mercado. Hace cinco años que tengo que hacer mi propia comida, mis propias compras, y llevar mi ropa a la lavandería. No a la tintorería; hace nueve años que no uso un puto traje. He perdido la costumbre. Mi mujer falleció. Concha, la asistenta, también. No tuve hijos. Sólo me queda un sobrino que vive al borde de un abismo en una meseta Tibetana de Ladakh, en Cachemira. Vino a México hace dos años y me invitó a ir a vivir con él. Qué chingados voy a hacer yo trepado en aquellos cerros. Le dije que lo pensaría. Quedó de llamarme cada mes. Nunca lo ha hecho. 
Compré un kilo de jitomates (que tienen vitamina C y evita la moquera y los resfriados), medio kilo de bistec (de res, por supuesto; el puerco tiene muchas toxinas), y una penca de plátanos (tienen potasio y ayudan a que el corazón no se me espachurre demasiado). 
Caminaba de regreso al departamento; miraba las copas de los fresnos centenarios de Coyoacán y el convulso aletear de las cócoras y las palomas cuando, desde el alféizar de una ventana desvencijada, una jovencita de melena larga y caracoleada, con el dedo índice de una de sus manos, me llamó.  
¿Es a mí?  
Eché una mirada alrededor para cerciorarme. Había un montón de personas yendo y viniendo. Me detuve; limpié con una de las orillas de mi chaleco los anteojos grasientos. Me los puse. Di vuelta hacia el mercado fingiendo que me iba. Más adelante di la vuelta otra vez y pasé de nuevo frente a la ventana. Lo mismo: la chica me llamaba con el dedo índice de su mano derecha. 
¿Entonces?, ¡es a mí!
 Su dedo no dejaba de encojerse hacia ella. No parecía estar en peligro. ¿Se quedaría encerrada? ¿Necesitará algo? ¡Uf!, otra vez el dedo. 
Cruzé la pinche avenida con esta ciática de mierda que me tiene caminando lerdo desde hace algunos meses. 
Sosiégate, hombre, no pasa nada... no renquees ahora, cuida tu porte. Allá voy. Primero muerto que dejar de ser caballero. Pero, ¿qué carajos dices?, la niña debe necesitar algo no a “alguien”. ¿Me lavé la boca? Luego se me olvida hasta tomar el titipuchal de pastillas que me recomienda el médico. Sí, sí me la lavé mientras veía el canal de las noticias. La loción. ¿Me puse loción? ¡Puta! ¡Cuidado con el auto! ¡Cabrón!, ¿qué no ves que estoy pasando? Y todavía este zoquete me llama anciano... ¡Anciana, tu puta madre! No, creo que no me puse loción. Clara tenía que recordármelo todos los días antes de salir al trabajo. Qué chingados me iba a poner loción hoy si nada más venía al mercado y después, como todos los días, a estar encerrado en mi casa. ¡Ah, pero eso sí! Me bañé. Bañado como Dios manda y con zapatos viejos pero lustrosos. ¿Sigue ahí la niña? Sí, con todo y dedo; cómo lo mueve... ¡Que insistente, madre mía! Ya voy, niña, ya llego.
 Una bolsa se rompió.
 ¡Los plátanos ya se me cayeron! No me voy a detener ahora. Que los aplasten, total, luego compro más. 

El hombre logró cruzar la maléfica avenida. Detuvo su marcha frente al pórtico azul de la vivienda. La aldaba de latón con forma de mano descansaba sobre un rosetón que estaba en medio de la puerta apolillada de madera. Quiso tocar; pero no había cerradura. El olor a orines de gato detuvo su trote nada lento. 

¿Qué haces aquí, Manuel? Pues, no lo sé... Igual y hasta una obra de caridad. Sólo Dios sabe.

 Siguió hasta la escalera que estaba al centro de la vecindad. Subió con el mismo miedo y el mismo delirio con el que, parecía que había sido ayer, subía a visitar a las chamacas a las que besuqueaba y toqueteaba mientras estaban solas en sus casas. 

A buena hora se me cayeron los plátanos. El potasio me vendría bien en este momento. Siento que el corazón se me va a reventar dentro del pecho.

Caminó tocando puertas. Tras el toc-toc a varias donde nadie contestó, halló la última: estaba abierta. La luz del medio día, como un hachazo, trozaba en franjas luminosas la estancia pequeña. Detrás del manto blancuzco donde flotaban pequeñísimas galaxias de polvo, estaba ella, burilando sin piedad el milagroso paisaje: ¡Desnuda!, totalmente desnuda... Su pequeño cuerpo era una gota de leche en los ojos de Manuel y en la punta de su lengua que dejaba de ser páramo... para volverse púa. A escasos tres metros de distancia el hombre podía oler lo que hace algunos años no olfateaba. Vellos escasos y castaños, alineados en perfecta pincelada, lo invitaban a entrar hasta el fondo de aquel mar de sargazos tiernos. Sus pechos de valquiria, investidos por cerezas esponjadas y purpúreas, subían y bajaban impacientes, y su boca... húmeda puerta de sorbos de locura.

¡Vámonos, Manuel! Ésta debe estar loca. Pero, ¿cómo loca?, si es una niña... Entonces el loco eres tú. ¡Vámonos que puede venir alguien! Además, ¿qué puedes hacer tú con ella?

Un silencio fatigoso le subió al tipo por las piernas. La chiquilla cruzó la cascada de fosforescencias solares y Manuel tragó un enorme y erizado agüero. 
Sobre su boca quebrada sintió el beso largo, lenguoso y pluvial de la joven amazona. El viejo, bautizado con las gotas escasas de un semen que había muerto con el tiempo, abrazó a la muchacha de arriba a abajo; de abajo a arriba con ese temblor de niño que se le quedó dentro y, como quien da una profunda calada al cigarro apetecido, él aspiró el perfume de mujer que a la niña le escurría por el cuerpo y por el higo almibarado de su sexo. Los dedos artríticos de Manuel con dificultad irguieron su forma para volverse estiletes y hendir las carnes blandas y cerradas de la adolescente. Con el primer chillido el hombre abrió los ojos. El rugido anciano de una mujer postrada en un colchón amarillento, se escapó del cuarto contiguo:

Ya estás otra vez con tus cosas, chamaca. ¡Qué castigo el mío de haber recogido a una retrasada! 

Las manos de Manuel, como moluscos aterrados, retrajeron velozmente sus dedos de la gruta donde nadaban. Manuel soltó a la chica; ella, con sus ojos dormilones y extraviados, le sonrió. Manolo, fiel a sus manías, salió huyendo de aquella casa y hasta la ciática olvidó. Quiso esconderse del mundo y de si mismo. Durante largo rato callejeó por desconocidas serpientes pavimentadas. Se recompuso. Sonreía negando con la cabeza. Pensó en voz alta:

¡Claro que sí, carajo!, ¡me la puse!, ¡cómo chingados no!, ¡la loción!, ¡claro que me la puse!

Manuel caminó hacia el mercado nuevamente. Repuso los plátanos que perdió de camino a sus costumbres... a la aventura empapada y pelirroja que le dejó sus manos, viejas y manchadas, con olor y sabor a sangre nueva.









*Cuento publicado en la Antología Bolero de Pasión, EdicionesZetina, noviembre de 2012.



http://www.lenguadediablo.com/zetina/Bolerodepasion.pdf


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